Acércate, Lolo, que te vea mejor. ¿Qué te ha pasado en el ojo
izquierdo? Lo tienes hinchado. Anoche no lo tenías así. Ha debido de ser esta
mañana cuando Elisa te ha sacado a pasear. Seguro que te has rozado con alguna
rama. Te han salido legañas. Si pudiera te las limpiaría, pero ya ves que no me
puedo mover, que estoy tumbado en el sofá; me cuesta hasta respirar. Acércate
un poco más, que quiero tocarte. Eres un perro cariñoso; yo también lo he sido
contigo. A mí, Lolo, los perros nunca me gustaron demasiado, pero tú eres
distinto. Desde que entré en esta casa y me oliste, y al olerme te diste cuenta
de que era de fiar, desde entonces hemos sido buenos amigos. ¡Qué de grandes momentos
hemos pasado juntos! Acuérdate de cuando tuve aquella neumonía y me hiciste
compañía durmiendo a mi lado cuando ella se marchaba al trabajo. Me lamías la
cara y las palmas de las manos, me animabas con tus ladridos, me mimabas como
sólo mi madre me mimó cuando era niño, ofreciéndome tu cariño de animal
desinteresado. Ojalá muchos hombres y mujeres fueran como tú, Lolo, como
vosotros, los animales, que os dais sin pedir nada a cambio. El don de la
gratuidad. En estos últimos meses me he sentido muy solo, como un mueble viejo
al que arrinconan en una casa recién estrenada, y en ti he encontrado a un
compañero leal para llenar mis vacíos de corazón y llorar mis penas, que han
sido muchas.
Súbete a mi regazo y caliéntame. Me estoy enfriando. ¿Te has
fijado en mi cara? Está pálida. Ahora me daría miedo mirarme en un espejo. Debo
de parecer un espectro. Tengo frío y miedo. A ti te será difícil comprender
esto. Te basta con ladrarme y pasarme la lengua por la cara. ¿Qué haces, tonto?
¡Me estás llenando de babas! Te gusta juguetear conmigo, ¿verdad? Siempre has
sido un perro travieso. ¡Con lo pequeño que eres y la guerra que nos has dado!
Parece como si no tuvieras diez años y te negarás a admitir que para ti también
pasa el tiempo. Yo cumpliré pronto los cuarenta y cinco. Soy más joven que tú.
Dicen que a esta edad se hace un repaso de la vida. Créeme que lo he intentado
varias veces pero cuando retrocedo en busca de
claves para comprender mi pasado, no las encuentro porque lo vivido me
resulta ajeno, como envuelto en un bosque de brumas. Incluso los rostros de la
gente, de todas aquellas personas que amé o detesté, me cuesta recordarlos
porque se han ido diluyendo como castillos en el aire. Ahora no son nada para
mí.
Comienzo a decir cosas sin sentido. Me tienes que perdonar
porque estoy desbarrando. Las pastillas han comenzado a surtir efecto. Me
informé de que con medio frasco bastaba. Me sabría mal haberme equivocado con
la dosis y que cuando tu ama vuelva me encontrase agonizando. Con suerte eso no
sucederá. Tú serás el último en verme con vida. Lo prefiero así. Deja que te
acaricie la cabeza, que tanto te gusta. Ese ojo me preocupa, ya te lo he dicho.
Sufro al no poder ayudarte. Con unas gotas de colirio te aliviaría las
molestias. Siempre has sido un perro delicado, enfermizo, como la mayoría de
los perros de raza, que no aguantáis el menor contratiempo. Si hubieras nacido
perro callejero, la calle te hubiera hecho fuerte. Pero naciste entre algodones,
mimado desde el primer día, sin conocer las asperezas del mundo de las que
tanto saben los perros sin dueño. Me reconozco, sin embargo, en ti porque yo
también fui un niño y un joven debilucho. Mi madre acostumbraba a llevarme al
pediatra con frecuencia. Unas veces eran las anginas, otras una
gastroenteritis, a menudo un catarro… Me llamaban el Pupas en el colegio. Cuando crecí continué con problemas de salud.
Lo pasé mal cuando me descubrieron que tenía asma. Al principio, cuando sufrí
los primeros ataques, creí morirme. Me faltaba la respiración, me ahogaba, el
corazón se me aceleraba. Luego aprendí a controlarme, a esperar que la tormenta
pasase. Mis enfermedades me distanciaron de los demás y me convirtieron en una
persona solitaria, huraña para mis pocos pero bien escogidos amigos, alguien que
se ha llevado mal con el ruido y ha huido siempre de las multitudes.
En una de mis visitas al neumólogo conocí a Elisa, nuestra
dueña común. No sé cómo me atreví a esperarla fuera del hospital. Su cara me
recordó a la de mi madre: los mismos ojos verdes y un lunar en la barbilla. Delgada
y de estatura media, era el prototipo de mujer que a mí siempre me había
gustado. Aquella mañana llovía a mares y tuve que aguardar dos horas a que
acabara su turno de enfermera. Le hizo gracia que la estuviera esperando. Creo
que esa primera vez no me tomó en serio pero al menos no se molestó ni se
incomodó, que era lo que yo temía. Insistí en verla de nuevo y ella, que
llevaba prisa, me dijo que cada mañana, a primera hora, desayunaba en un bar
situado enfrente del hospital. “Si quieres pasarte algún día por allí hablamos
un rato”, dijo. Le tomé la palabra pero no quise precipitarme para que no
pensase que estaba desesperado por verla. Dejé que pasara una semana y me
presenté en un bar lleno de batas blancas. Se había cortado la melena negra y
estaba más guapa. Hablamos de nimiedades. Al despedirnos nos intercambiamos el
teléfono. La llamé, y un sábado de primavera fuimos al cine a ver una película
que he olvidado. Luego se sucedieron encuentros más o menos convencionales y
previsibles (ella se había divorciado hacía un año), hasta que nos dimos cuenta
de que llevábamos varios meses saliendo. No recuerdo a quién de los dos se le
ocurrió la idea de convivir. Me propuso irme a su casa porque era más grande
que la mía, un pequeño apartamento situado en una primera planta, encima de un
restaurante chino. Fue entonces cuando te vi por primera vez, Lolo; me
ladraste, luego me olisqueaste y te acaricié tu cabecita blanca con manchas
marrones mientras ponías las orejas en punta y movías la cola porque estabas
feliz de haberme conocido.
Los primeros días, cuando regresaba de pasear contigo, noté
que sentía celos de nosotros. Te veía como un competidor. Nuestra dueña siempre
ha sido una mujer insegura; necesita recibir la aprobación a todo lo que hace y
dice, y aun así no queda convencida. De esto me percaté cuando comenzamos a
vivir juntos. Hasta entonces los dos habíamos ocultado nuestros defectos como cualquier
pareja que no quiere renunciar a la fascinación de los primeros meses. Pero esa
fascinación se desgasta con la convivencia. Nosotros no íbamos a ser una
excepción. La fuerza de la costumbre acabó por imponerse. No faltaron episodios
de deseo, ni muestras de cariño, ni momentos inolvidables que me duele
rememorar, como aquel fin de semana que pasamos en Granada, ciudad en la que se
enamoran hasta los que no quieren. Allí, paseando por los alrededores de la
catedral, cogidos de la mano (algo impropio en nosotros pues siempre lo
habíamos considerado una cursilería), nos ilusionamos creyendo que lo nuestro
podía durar. Queríamos convencernos del acierto de nuestra decisión. Vivimos
instantes de felicidad pero nunca fuimos una pareja feliz. Pronto observé sus
manías, que cada vez llevaba peor; sus celos contigo o con cualquier mujer con
la que yo hablaba, lo que acababa en discusiones absurdas; sus silencios
inexplicables, por no hablar de sus jaquecas que la llevaban a encerrarse
varios días en el dormitorio (entonces yo tenía que dormir en el sofá del comedor)
porque no podía soportar la presencia de nadie ni oír el más ligero ruido.
Nos fuimos distanciando poco a poco pero no me atreví a
romper la relación. Debería haberlo hecho aquel verano en que durante unas
vacaciones conocimos a un camarero inglés en Ibiza. Fue una noche y habíamos
bebido demasiado. No sé cómo accedí a lo que ella me pidió. Sentí miedo y turbación.
Entonces algo cambió entre nosotros. He pensado muchas veces en aquella noche
de agosto. Esa noche fue el principio del fin. Tuve que haberla dejado, pero no
lo hice porque siempre me ha costado tomar decisiones; la vida, al final, las
ha tomado por mí. Soy un cobarde, Lolo, siempre
lo he sido, desde niño cuando veía cómo matones pegaban a mi mejor amigo en el
patio del colegio y salía corriendo en lugar de defenderlo. En la infancia viví
con miedo, con temor a mi padre, que me pegaba si sacaba malas notas, pero no
sólo a mi padre sino a cualquiera que fuese más grande y más fuerte que yo.
Cuando crecí y me convertí en adulto, ese miedo se transformó en un sentimiento
asociado a la falta de autoestima. Temía la reacción de los demás, el verme
rechazado, que me tomasen por el pusilánime e inseguro que siempre he sido, que
se rieran a mi espalda. Aún me pregunto cómo tuve arrestos para declararme a Elisa
y tampoco me explicó cómo una mujer atractiva y sin problemas para atraer a los
hombres continúa conmigo, aunque, a decir verdad, le sería muy difícil encontrar
alguno más dócil que yo.
Pero lo que te estoy contando carecerá de importancia en unos
minutos, cuando todo haya terminado. Me
duele el pecho, y siento como si la cabeza me fuera a estallar. Tengo la boca
pegajosa y, si hubiera un espejo en el que mirarme, comprobaría que mis pupilas
están dilatadas. Mi corazón late a ritmo lento, se agota. Me voy muriendo,
Lolo, y estás tú para verlo como único espectador de esta obra mal representada
y que será olvidada por todos. Es nuestro secreto. Morirme es lo único sensato
que puedo hacer. Si no es ahora, será dentro un año o dos, a lo sumo.
Ves que estoy agonizando y no tienes nada mejor que hacer que
estirarme de la manga de la camisa como siempre haces cuando tienes hambre. ¿No
ves que ya no puedo levantarme? Ella está al caer. Cuando llegue pídele las
galletas que yo soy incapaz de acercarte. No me mires así, con tus ojos tristes
que son un reflejo de los míos, de la soledad que compartimos. Me duele verte así;
a ti, que has sido como el hijo que no pude tener. Parece como si presintieras
que está cerca nuestra despedida. En mayo se cumplirán cuatro años desde que
vivo en esta casa. A pesar de todo, no me arrepiento de haber convivido con nuestra
dueña. Además, ¿qué sentido tiene echar cuentas cuando la vida se acaba y no
hay marcha atrás? Pero ¿crees que he hecho bien? ¿Habría merecido la pena
apurar una existencia llena de visitas a hospitales, de pruebas dolorosas e
inútiles, de ver el miedo y la compasión en las miradas de la gente? Creo que
no, pero ahora que me estoy apagando como una vela, me asaltan las dudas. ¿Y si
el médico se hubiera equivocado en el diagnóstico? Ante casos como el mío, lo
prudente es pedir una segunda opinión. Pero, dejémoslo, pues esto no tiene
remedio. He decidido poner fin a mi vida pensando en nuestra dueña, en mi madre
y en todos aquellos que hubieran sufrido con mi agonía. Que Dios me perdone el
dolor que mi suicidio provocará en mi madre que como católica piensa que sólo
Dios es dueño de la vida. Conociendo a mi familia, intentarán echar tierra
sobre el asunto para que nadie, o muy pocos, conozcan la verdadera causa de mi
muerte.
No dejo ninguna carta de despedida, Lolo. En el escritorio de
mi despacho está el informe del médico. Quienes lo lean pensarán que me suicidé
por haber sido desahuciado. No es toda la verdad. Elisa, la mujer que conocí
visitando a mi neumólogo, la enfermera a la que seduje sin esperarlo, la persona
celosa e insegura con la que he convivido casi cuatro años, sabe que hay
muertes de apariencia engañosa. La mía es una de ellas. Mi muerte no se debe a
una sola causa. La traición es la peor de las enfermedades incurables. Tú, inocente
animal, no sabes de estas maldades de los hombres, pero pocas cosas hay más
dolorosas que sentirte engañado por la persona a la que amabas. Me miras como
si no entendieras lo que te estoy diciendo. Quizá te esté aburriendo. La vista
comienza también a fallarme. Te veo borroso. ¿Dónde estás? No te veo. ¿Por qué
ladras, Lolo? Tengo mucho frío, no me dejes solo y vuelve conmigo a darme calor
antes de que sea demasiado tarde.