El golpe militar había fracasado en esta zona del país. Al
poco de estallar la rebelión, un grupo de sediciosos, integrado por guardias
civiles y jóvenes idealistas y violentos, había tomado el control de la capital
y de los principales pueblos de la provincia. Esta situación sólo duró una
semana, el tiempo que necesitaron las tropas leales al Gobierno, procedentes de
provincias limítrofes, para sofocar la insurrección. Los facciosos fueron
ajusticiados. Las familias enterraron a sus muertos en un clima de odio y
miedo. Era el inicio de la guerra.
En una mañana de agosto de 1936, una familia desayuna en el
comedor de una casa de campo. Son las nueve y es domingo. Como cada día, el
padre, un pequeño propietario agrícola, ha madrugado para trabajar la tierra y dar
de comer a los animales. Él preside la mesa. Todos desayunan en silencio: el
matrimonio, sus dos hijas, de cuatro y ocho años, y la madre de la mujer. En la
mesa hay una jarra de leche, una hogaza de pan tierno y aceite para untarlo. La
niña pequeña se niega a tomar la leche porque dice que no le gusta. La madre,
con cara cansada, como de no haber dormido en toda la noche, trata de que se
beba el vaso de leche y le promete que jugarán juntas con Meli, la muñeca de
trapo de la que la niña se encariñó en una barraca de feria por San Juan.
El cacareo de las gallinas rompe el silencio en el comedor.
La abuela se levanta de la mesa y recoge los platos. Su hija le ayuda. El
hombre saca un pitillo, lo enciende y fija su mirada en la alacena.
—Hoy tampoco lloverá —dice resignado—. No sé cuánto tiempo
podremos aguantar así, sin agua, con los pozos secos.
La abuela, con el recuerdo de otras cosechas fallidas, se
lamenta también por el estado de las
tierras.
—Esto sólo lo puede arreglar Dios. Hay que rezarle al santo
para que proteja nuestros campos y nos proteja también a nosotros.
El hombre permanece en silencio, ensimismado, como si no
hubiera oído las palabras de su suegra. Apura el cigarrillo y lo apaga. La
forma violenta en cómo aplasta la colilla en el cenicero, sorprende a la hija
mayor.
—¿Le pasa algo, padre?
—No es nada, hija. Es este calor, que no lo soporto. Dile a
tu madre que me traiga un vaso de agua fresca.
Gotas de sudor caen por la cara del padre. Su rostro seco y
castigado por el sol, con arrugas que atraviesan su frente ancha y morena, como
los surcos que recorren sus campos, es el de un hombre avejentado. Nadie diría
que tiene treinta años. Se bebe el vaso de agua de un trago. Chasquea la
lengua. Se seca el sudor con el brazo. De fuera llega la sinfonía hermosa de
las chicharras, excitadas por el calor. Él enciende otro cigarrillo. Sus manos
son grandes y masculinas, como las que desearía tener toda mujer cada noche.
Mientras sigue fumando, su mujer recoge la cocina. “No hace
falta que me ayude, lo haré yo”, le dice a la madre. La abuela, vestida de
negro y con el pelo blanco recogido con un moño, se acomoda en una mecedora.
Teje una rebeca para el próximo invierno. Cuando llegue octubre, el calor dará
paso al frío, con mañanas heladas y tardes tristes y sin luz. La rebeca, a la
que se dedica con esmero y cariño, es para su nieta mayor, que anda delicada de
los bronquios. La niña lee un cuento de piratas que le regaló su maestra. Le
pregunta al padre el significado de palabras como “escotilla” y “galeón”. Él
los ignora: “Pregúntale a tu madre, que de libros sabe más que yo”.
La hermana pequeña juega con Meli. Le ha prometido que serán
siempre amiguitas; incluso cuando se casen, nunca se separarán. La niña
acaricia el pelo rojizo de la muñeca y con sus dedos le da golpecitos en la
nariz. La aprieta con dulzura contra su pecho. Meli sonríe dejando ver un
diente roto, lo que le da un aire de niña traviesa.
El reloj marca las once de la mañana. De repente suenan unos
golpes fuertes en la puerta principal. La mujer, soliviantada, sale de la
cocina y cruza una mirada de nerviosismo con el marido.
—¿Quién será a estas horas de un domingo?
La niña mayor ha dejado de leer y la pequeña de jugar con
Meli. La abuela ha dejado descansar la rebeca sobre sus piernas. Vuelven a
golpear la puerta, esta vez con más fuerza.
—Voy a abrir, a ver quién es —dice el padre.
Al abrir la puerta ve los rostros fatigados de dos milicianos
jóvenes. A uno de ellos, el más bajo, lo conoce de vista, de los años que vivió
en la ciudad. Este miliciano arroja al suelo el cigarrillo que tenía entre los
labios.
—¿Se puede? —pregunta con voz firme dando a entender que
manda sobre la voluntad de su compañero.
—Pasad.
Los tres hombres cruzan el zaguán hasta llegar al comedor.
Las mujeres los esperan en silencio. Las niñas se sobresaltan al ver los
fusiles de los milicianos colgados a sus espaldas.
—Hacía tiempo que no nos veíamos, Dolores —le dice el
miliciano, sonriendo, a la mujer—. ¿Ya no bajas a la ciudad?
—No; los caminos ya no son seguros. Cuando hay que comprar
algo, baja mi marido. ¿A qué vienes, Manuel?
—¿Aún no lo has adivinado? —replica él—. No hace falta
decirte por qué estamos aquí. Siempre fuiste inteligente. ¿Dónde está tu
hermano Narciso?
—¿A qué viene todo esto? —pregunta ella, contrariada.
—Buscamos a tu hermano por apoyar a los rebeldes. Cuando el
golpe fracasó, tu hermano huyó; fue de los pocos que escaparon. Ahora lo
estamos buscando, por enemigo de la República.
La mujer busca la complicidad del esposo pero este, bajando
la mirada, prefiere no intervenir, como si se tratara de un asunto de conocidos
que no le concierne.
—¿Quieres un vaso de agua, Manuel? —pregunta ella.
—No tengo sed.
—¿Lo quiere usted? —se dirige al otro miliciano, que había
guardado silencio desde que entró en la casa.
—Gracias, un vaso de agua fresca me vendrá bien. Tengo la
boca reseca. Llevamos despiertos desde el alba.
La mujer se serena y toma fuerzas en la cocina. Regresa con
el vaso del agua para el miliciano. Y dice:
—Hace más de un mes que no sabemos nada de mi hermano.
—Unos camaradas nos dijeron que lo habían visto merodear por
esta aldea la semana pasada —replica el miliciano interesado en descubrir su
paradero.
—Debieron de confundirlo con otro hombre —añade Dolores.
—Tenemos orden de registrar todas las casas en las que puedan
esconderse fascistas, para llevarlos a los tribunales populares.
El marido, abochornado por su cobardía, intenta hablar pero la madre de la mujer se adelanta.
—¿No se dan cuenta de que hay dos niñas delante? ¡Qué espectáculo están dando!
—¿A qué viene eso, abuela? Las niñas tendrán que saber que
estamos en guerra contra los fascistas —le contesta el miliciano, que se queda
mirándola—. ¿Para quién es esa rebeca?
—Para mi nieta mayor.
El miliciano toma la prenda, la palpa y la huele durante unos
segundos. El tejido es grueso y de buena calidad.
—Su nieta no pasará frío con esta rebeca —sonríe mientras se
la devuelve—. Sólo de imaginármela con ella puesta me entran calenturas.
El miliciano estalla en una carcajada violenta. Todos le
miran con perplejidad, empezando por su
compañero. El ambiente se ha distendido con sus risotadas.
—Vamos a registrar la casa.
El padre se levanta del asiento para oponerse.
—Aquí no vas a registrar nada —se atreve a decirle sin firmeza.
Con rabia el miliciano aprieta la culata del fusil con su
mano derecha, avanza unos pasos y acerca su cara a la del hombre para retarlo.
El agricultor, que siente una mezcla de miedo y asco, desvía la mirada para no
verle su dentadura caballuna.
—¡No hay cojones para impedirme registrar tu casa! —le
espeta al dueño—. ¿Lo has entendido? O nos dejas registrar la casa, o te
detenemos por cómplice con los rebeldes. Tú decides….
El otro miliciano intenta apaciguar los ánimos entre los dos
hombres. Coge del hombro al padre y le aconseja en un aparte.
—Venimos a cumplir una orden. No pretendemos molestar, pero
hazle caso al camarada. Deja que registre la casa. Será mejor para todos.
El padre cae derrotado sobre la silla como un muñeco de trapo.
No se atreve a mirar a la mujer. Se siente vencido, humillado. La abuela sujeta
a las niñas de la mano; las dos observan atemorizadas la escena. Les acaricia
el pelo y las intenta tranquilizar y les dice que no pasará nada. Las besa con
ternura en la frente.
—Quédate aquí con ellos mientras intento encontrar a ese
cabrón —le dice el miliciano malhumorado a su compañero antes de desaparecer del
comedor dando grandes zancadas.
La abuela sigue consolando a sus nietas, que han dejado de
llorar. El padre, sin poder dominar los nervios, enciende otro cigarrillo y le
ofrece uno al miliciano.
—Gracias pero no fumo —se excusa.
—¿De dónde es usted? De aquí no, ¿verdad? —pregunta la
abuela.
—¿Por qué está tan segura?
—Por su acento; no es como el nuestro.
—Llevo tres semanas aquí —agrega el joven—. Vine de Valencia con
otros camaradas a aplastar la rebelión, y aquí me quedaré un tiempo hasta que
esto se tranquilice.
—¿Tiene usted familia? —inquiere la anciana.
—Sí; una mujer y un niño, de la edad de su nieta pequeña.
Espero volver a verlos pronto, pero lo primero es la revolución.
La abuela se mece sin dejar de mirar el rostro cetrino de
este joven de ojos aceitunados y cabello rizado, moreno, atractivo y, a su
juicio, con una elegancia impropia para ser miliciano.
La niña pequeña, olvidada ya la tensión que le había hecho llorar, se deshace del brazo de la abuela y corretea por la habitación hasta que fija su atención en la alacena del comedor y comienza a golpearla con las palmas de las manos.
—¿Qué haces, hija? ¿Quieres estarte quieta? —le recrimina la
madre en un arranque de nerviosismo.
La niña hace oídos sordos a las palabras de la madre e intenta
abrir uno de los cajones de la alacena.
Con un movimiento brusco, el padre se levanta de la silla y coge a la niña del brazo y la aleja del mueble.
—¿Quieres hacerle caso a tu madre?
—Me haces daño, papá —se queja la niña antes de ponerse a
llorar otra vez.
—Anda, vete con la abuela, que es la única que te entiende.
La niña busca los brazos de la anciana, que la acoge en su
regazo. La pequeña comienza a gimotear.
El marido y la mujer se miran de nuevo.
—Son cosas de niños; no hay que darle importancia —dice el
miliciano, sorprendido por la reacción brusca de los padres ante lo que
considera una mera chiquillada.
Del piso de arriba llega la voz agria del otro miliciano, que
maldice su mala suerte. La casa tiene dos plantas. En la de abajo están el
zaguán, el comedor, la cocina con su despensa y un pequeño despacho donde el
agricultor se encierra cada tarde para llevar las cuentas. La planta de arriba acoge
los dormitorios del matrimonio y las niñas y la habitación que ocupa ahora la
abuela.
En su obsesión por encontrar al fascista, el miliciano ha
revisado todas las dependencias de la casa. Ha abierto y vaciado armarios, ha
mirado debajo de las camas, ha movido muebles por si ocultaban algún agujero en
la que el ocultarse, ha removido montones de paja, ha buscado trampillas en el
suelo, pero todo ha sido inútil pues no ha dado con una pista que le lleve
al hombre que busca. A medida que se desvanece la posibilidad de atraparlo, su
irritación va en aumento. Grita cada vez con más fuerza. Abajo la familia le
oye pero no quiere darse por enterada. Entretanto, la anciana ha despertado la
simpatía del miliciano que se ha quedado vigilándolos. De todos los presentes
es la única que habla y obra con naturalidad, sin miedo. Acostumbrado al temor
que despiertan los milicianos en algunas casas, el joven agradece la franqueza
con que le habla la mujer.
—¿Qué es eso que lleva ahí? —dice él señalando el cuello de
la abuela.
—Es una medalla de la Virgen de Cortes; fue un regalo de mi
madre siendo yo una niña, cuando mi primera comunión.
El miliciano piensa unos instantes antes de responder. El
matrimonio los mira sin atreverse a intervenir.
—¿Una medalla de una virgen? No son tiempos de vírgenes ni de
santos —dice, y por primera vez pierde la serenidad. Su voz adquiere un tono áspero
y seco—. Los curas, con sus mentiras, han envenenado al pueblo. Casi todos
están del lado de los fascistas.
La mujer, lejos de amilanarse, no piensa callarse lo que piensa,
en un gesto de imprudencia que su hija y su yerno reprueban con la mirada.
—Yo ya soy vieja, joven. El tiempo del que me habla ya no es
el mío. Después de lo que hemos pasado, de lo que todos hemos sufrido estas
semanas, sentiría un alivio si el Señor me llevase con él, pero su voluntad no
es esa; quiera que siga aquí, al lado de mi familia, ayudándoles en estos días
tan difíciles para todos.
El miliciano se queda admirado por la elocuencia de la mujer.
Su serenidad en el hablar le llega a desconcertar.
El otro miliciano se acerca con pasos violentos. Entra en el
comedor farfullando palabras soeces. Se le ve azorado, nervioso. El calor,
junto con la urgencia de encontrar al fascista, lo ha agotado. Está sudoroso y
resopla. Busca un punto de descanso y se apoya en la alacena. El peso de su
cuerpo orondo desplaza levemente el mueble.
—Dile al fascista de tu hermano —dice dirigiéndose a la mujer
joven— que no vamos a parar hasta encontrarlo. No debe de andar muy lejos. Dile
también que con él haremos lo que hemos hecho con otros fascistas, fusilarlo
por traidor a la República. Y en cuanto a vosotros, tened cuidado y no os
paséis de listos porque como descubra que lo estáis ocultando, lo vais a pagar
caro.
Agitado tras pronunciar esta amenaza, que es en realidad un
desahogo tras el fracaso del registro, el miliciano se ajusta la gorra roja y
negra y sale del comedor sin despedirse. El otro miliciano sí lo hace bajando
la mirada, como si no aprobase del todo la soflama del compañero. Cuando se va
a marchar, lo detiene la voz grave y firme de la anciana.
—¿No quiere quedarse mi medalla de la Virgen? Ya la he
llevado muchos años y a usted quizá le haga más falta.
Por un momento cree que le está bromeando con intención de
provocarlo pero se da cuenta, al mirarla, de que habla en serio.
—Soy ateo y no creo en vírgenes, pero se lo agradezco,
señora.
—¿Está seguro? —replica ella—. Es de plata de ley, y dados
los tiempos que corren…
El miliciano oye cómo su compañero le urge a marcharse de la
casa, duda, da unos pasos en dirección a la mecedora pero algo le dice que no
puede aceptar la medalla.
—¡Salud y República!—son sus palabras de despedida.
En la casa nadie habló hasta la hora de la comida. El hombre
salió al campo para calmarse. El corazón aún le latía con fuerza. La mujer, en
cambio, se tranquilizó limpiando los muebles del comedor. Se detuvo en la
alacena, el mueble que más le gustaba de toda la casa, regalo de sus padres por
su boda. Con un trapo húmedo lo limpió
palmo a palmo hablándole con cariño, como si fuera uno más de la familia. “Ya
pasó todo, ya pasó todo”, repetía ella entre susurros, acercando sus oídos a la
madera por si había vida en su interior.
Enhorabuena Javier
ResponderEliminarTierno, comedido, brillante. Un placer leer tu relato
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